El trauma es una vivencia angustiante que tiene consecuencias emocionales y físicas. En este artículo veremos cómo afecta al cuerpo un acontecimiento traumático y cómo se almacena la memoria traumática en nuestro organismo.

¿Qué es un trauma?

Cuando hablamos de trauma nos imaginamos situaciones muy graves o catastróficas (un accidente, un desastre natural, una guerra…). Sin embargo, hay experiencias que nada tienen que ver con las anteriores y que pueden impactarnos, aunque no supongan una amenaza o daño físico porque las experimentamos como traumáticas. Una separación de pareja, un despido, unos padres emocionalmente inaccesibles en la infancia… estos casos son otros ejemplos de traumas.

El DSM-5 define como situaciones traumáticas la exposición a la muerte, lesión grave o violencia sexual. Añadimos a esta definición de trauma las situaciones amenazadoras o catastróficas que generan estrés breve o prolongado, y que pueden causar un profundo malestar en la persona que las vivencia. En psicoterapia, entendemos el trauma como una herida psicológica causada por una experiencia súbita e inesperada, que sobrepasa la capacidad de la persona para hacerle frente (Linden, 2007; McCann & Pearlman, 1990).

Nuestro cuerpo reacciona para protegerse ante una amenaza. Por eso, cuando el peligro desaparece, el cerebro puede reponerse de lo vivido y devolvernos a un estado de equilibrio y seguridad tanto emocional como física.

Si, por el contrario, la situación se nos “hace bola” y los síntomas duran mucho tiempo después de que haya desaparecido el evento, es una señal de que el trauma no está procesado y puede derivar en un Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT).

La mayoría de las personas con TEPT reviven las situaciones traumáticas en forma de pesadillas, flashbacks recurrentes e inesperados, insomnio, dificultades de concentración, hipersensibilidad, ataques de pánico, sobresaltos y síntomas depresivos. Si los síntomas son demasiado intensos y dificultan hacer vida diaria, es recomendable buscar la ayuda de un psicólogo.

¿CÓMO AFECTA EL TRAUMA AL CEREBRO?

Una situación traumática hace que nuestra percepción de seguridad se rompa. Nos deja expuestos a un acontecimiento que nos amenaza y que provoca reacciones en nuestro cuerpo sobre las que no tenemos control.

Las reacciones ante una amenaza pueden ser emocionales (miedo, ira, tristeza…) y corporales (tensión muscular, sensación de ahogo, hiperventilación…). También pueden aparecer creencias negativas sobre nosotros mismos y el mundo, como por ejemplo creer que no soy capaz, sentirme tonto/a, creer que somos culpables de lo que nos ha pasado, etc.

Para entender cómo nos afecta una situación traumática, vamos a revisar brevemente los procesos neurobiológicos que se ponen en marcha en los procesos de trauma.

Neurobiología del trauma: los 3 cerebros

La teoría evolutiva de John MacLean explica que nuestro cerebro se ha desarrollado siguiendo una estructura de capas superpuestas. A lo largo de los años, cada capa nueva se ha generado sobre otra capa más antigua sin hacerla desaparecer. Este proceso evolutivo ha permitido que nuestro cerebro tenga tres partes diferenciadas y especializadas en funciones diferentes. Es lo que se conoce como “los 3 cerebros”: el cerebro reptiliano, el sistema límbico y la corteza prefrontal o neocórtex.

  • Cerebro reptiliano: es la primera estructura en desarrollarse (a los tres meses de gestación). Regula la activación fisiológica, como el ritmo cardiaco, la temperatura corporal, la hidratación, las funciones del sueño… funciona como una especie de alarma ante el peligro, ya que se activa ante situaciones que percibimos como peligrosas. Es la parte de nuestro cerebro que nos hace reaccionar y actuar.
  • Sistema límbico: Es la estructura que se desarrolla después del cerebro reptiliano. Interviene en el procesamiento emocional, la memoria y el aprendizaje. Es, en definitiva, la parte del cerebro que se encarga del contenido emocional de las experiencias: la alegría de reencontrarse con amigos, el placer de tocar a la persona que nos gusta o el asco que nos producen algunas comidas.
  • Neocórtex: el último en desarrollarse filogenéticamente, por lo que es la estructura más superficial del cerebro. Se trata del cerebro pensante, la parte que permite el procesamiento de la información, la solución de problemas y la inhibición de impulsos, entre otras.

Cada una de estas estructuras cerebrales tiene su propia manera de entender la información que nos llega del entorno y de responder a ella. En condiciones normales, las tres partes forman un conjunto que funciona de manera coordinada. Ante la percepción de un daño, la amígdala, que forma parte del sistema límbico, manda señales de alarma al hipotálamo y se activa el Sistema Nervioso Simpático (SNS). Todo este recorrido neurofisiológico provoca la activación necesaria en el organismo para hacer frente al peligro.

El trauma hace que esta coordinación se rompa. El cerebro está recibiendo estímulos tan intensos que no le da tiempo a entender lo que está pasando. Las tres estructuras cerebrales no pueden coordinarse para procesar la información y guardar en la memoria un recuerdo coherente e integrado.

En vez de eso, el evento queda guardado en trozos emocionales y sensoriales que no forman un recuerdo completo de lo que ocurrió y que aparecen, más adelante, en forma de pensamientos intrusivos e incontrolables. Es lo que se conoce como flashbacks, uno de los síntomas característicos del TEPT. El recuerdo traumático se activa con estímulos del entorno que funcionan como detonantes de la experiencia traumática original, como olores, objetos, formas, personas, sonidos, etc, provocando una reexperimentación del suceso en el momento presente.

El impacto del trauma en el cuerpo

Para defenderse del trauma, el cuerpo pone en marcha una serie de respuestas que tienen como objetivo asegurar la supervivencia: puede defenderse mediante el ataque, por lo que necesitará poner en tensión los músculos y focalizar toda su atención en el objeto amenazante. También puede que el miedo sea tan intenso que acabe por bloquear todo movimiento. La sensación de estar completamente atrapado y sin posibilidad de evitar el peligro puede llevar a la paralización, otra forma que el cuerpo tiene de responder ante una amenaza.

Con nuestra forma de movernos, con las posturas corporales y los gestos estamos también comunicando nuestra realidad interna. En esta realidad guardamos vivencias, creencias, aprendizajes y emociones que influyen en la manera en que nos desenvolvemos en el entorno.

Puede que, cuando nos sintamos tristes o abatidos, miremos hacia el suelo o encorvemos la espalda. Si abrazamos a un ser querido y este nos transmite seguridad, puede que nuestra musculatura se relaje, porque nuestro cerebro entiende que no corremos peligro y no hay nada de lo que defenderse.

La memoria somática: cuando el cuerpo recuerda

Los recuerdos traumáticos que no se han procesado permanecen inaccesibles a nuestra parte consciente. Aunque el cerebro los haya reprimido, las emociones y vivencias encuentran en el cuerpo un canal por el que expresarse. Es común que las personas que han desarrollado un TEPT somaticen esta información no procesada en forma de tensiones musculares, temblores, dolores inespecíficos, irritaciones de piel, dolores de cabeza o contracturas.

El modelo de clasificación de la memoria de Tulving y Shachter viene bien para entender qué tipo de recuerdos quedan almacenados en el cuerpo. Estos dos teóricos proponen clasificar la memoria en tres tipos:

  • La explicita o consciente
  • La implícita o inconsciente
  • La memoria integrativa

La memoria explícita se refiere a los recuerdos que podemos recuperar de manera consciente. La memoria implícita, por otro lado, está formada por un contenido al que no tenemos acceso y que no podemos controlar, porque forma parte del inconsciente. La memoria integrativa hace referencia a la memoria de trabajo a corto plazo que pongo en marcha, por ejemplo, cuando debo recordar un número de teléfono durante unos segundos antes de anotarlo.

Que una experiencia quede guardada en la memoria o que se descarte, dependerá del nivel de activación emocional. Cuando vivimos una situación que no nos toca por dentro, que nos es indiferente, el cerebro no generará suficientes niveles de noradrenalina como para tener recuerdos vívidos de lo que ha ocurrido.

Si, por el contrario, la vivencia va acompañada de una sobrecarga emocional, el cerebro se llena de opiáceos, el hipocampo se inhibe y la activación de la amígdala se dispara. Esto deja a los tres cerebros sin herramientas para integrar la experiencia a nivel cortical: lo vivido no se consolida en la memoria a largo plazo (explícita) y no se produce un aprendizaje, sino que se guarda en la memoria inconsciente.

En palabras de la neurobiología, el recuerdo se almacena en la amígdala y no en el hipocampo, con las consecuencias que esto tiene: no recordamos a nivel cognitivo, lo que recordamos son las emociones asociadas a la vivencia, el miedo y las sensaciones físicas. Es decir, el trauma queda almacenado en el cuerpo en forma de memoria somática.

Compartimos en el siguiente párrafo un ejemplo ilustrativo de trabajo terapéutico con memoria somática. En su libro “Apego, disociación y trauma”, el clínico Manuel Hernández explora el significado que puede tener el dolor de garganta para una paciente:

“Cada vez que Raquel mencionaba a su madre, le venía un fuerte dolor a la garganta. Le dije que eso simbolizaba lo que se había quedado prisionero y no lo había podido decir. Primero, le pedí que cerrara los ojos y que imaginara que gritaba en un lugar donde estuviera sola y no molestara. Costó un poco, pero cuando lo consiguió imaginar, el dolor se atenuó. Posteriormente, le dije que imaginara que le decía a su madre algo con lo que discrepaba de ella. Al poder imaginarlo, el dolor desapareció por completo”.

Abordar el trauma en un tratamiento psicológico no es un trabajo que se pueda simplificar en patrones de respuesta corporal únicos y generalizables a todas las personas. El cuerpo es una fuente valiosa de información que, como otras, nos cuenta la historia de la experiencia traumática vivida por los pacientes. Como parte de las huellas de esa vivencia, el cuerpo debe ser escuchado por el terapeuta, quién ayudará al paciente en la curación de la memoria traumática.

La influencia del vínculo con los padres en la memoria somática

Las respuestas de lucha o parálisis representan formas distintas de reaccionar ante un peligro, y aquí tienen un papel muy importante las experiencias tempranas. Durante la infancia, la relación con nuestros cuidadores primarios será la que nos aporte la base para relacionarnos con el entorno. A través de las relaciones con los padres, iremos configurando una visión del mundo (amenazante, hostil, benévolo, inestable…) que condicionará nuestras ideas y creencias sobre él. Estas, a su vez, cristalizarán con el tiempo en pautas físicas que reflejarán movimientos de protección o apertura.

Por ejemplo, si durante mi infancia mis padres fueron una fuente de confianza y seguridad, yo también me sentiré seguro para explorar más allá de mi zona de confort y de buscar el contacto con las personas que me rodean. La protección que me transmiten mis padres me enseñará a ver el mundo como un lugar que puedo explorar con confianza. Mi cuerpo no tendrá la necesidad de estar en alerta constante, como si hubiera un peligro de fondo, y mis movimientos fluirán como si demostraran que me siento cómodo y relajado cuando interactúo con otras personas. Habrá coherencia entre lo que digo con palabras y lo que digo con gestos, porque a mi cuerpo no llegará ningún mensaje inconsciente de amenaza.

Pero si mis padres eran cuidadores inaccesibles, poco expresivos e impredecibles, puede que me hayan transmitido, de manera inconsciente, que no estarán ahí para protegerme si me pasa algo. Esta sensación de desamparo puede cristalizar más tarde en creencias como “la gente no me ayuda” o “el mundo es un lugar duro y hostil”. Si crezco con la idea de que el mundo es un lugar cruel del que me tengo que proteger, me sentiré cómodo con movimientos defensivos, y el hecho de acercarme o tocar a alguien puede hacerme sentir temeroso e incluso torpe. Mi Sistema Nervioso Autónomo (SNA) estará en activación constante, como si estuviera a la espera de que algo malo fuera a pasar. Con el paso del tiempo, esto puede generar tensiones musculares crónicas y posturas encorvadas (por ejemplo, espalda con “chepa” y hombros metidos hacia adentro). La pauta física de contraer la parte delantera de nuestro cuerpo hace que las zonas más sensibles (cara, pecho, tronco) estén menos expuestas al peligro.

Así, a través de nuestros cuidadores, vamos elaborando creencias que funcionan como una especie de guía para relacionarse con el mundo. Nuestras experiencias vitales permiten que vayamos incorporando estas creencias, es decir, haciéndolas cuerpo. De ellas dependerá que veamos el cuerpo como una coraza que nos proteja de peligros, o si lo entendemos como una herramienta para relacionarnos con lo que nos rodea desde la confianza y la apertura.

Uno de los tratamientos validados para abordar las secuelas somatosensoriales del trauma es la relajación. Mediante técnicas de respiración y relajación, ayudamos a que el sistema nervioso simpático rebaje su activación, al mismo tiempo que estimulamos el parasimpático. De esta manera, vamos restableciendo la sensación de seguridad en el cuerpo y corregimos los patrones de tensión muscular.

En Canvis disponemos de tratamientos dirigidos a abordar el trauma y sus secuelas, así como talleres de relajación y mindfulness que son muy útiles para adquirir herramientas que te permitan hacer frente a la ansiedad.